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La lluvia de Dios III

Un día, no recuerdo la hora exacta, mi cielo se plagó de nubes y comenzó la más grande de las tormentas, o al menos de las que he visto en plena primavera.

Se auguraba – me dijeron – y de seguro durará.

Crecí donde la lluvia es familiar, y donde los pies mojados no enferman, pero tuve que re-acostumbrarme a esta inclemencia, porque cada gota que caía era como lanzada con furia, tanto que poco a poco mi piel era carne viva.

Pasaron los meses y hasta el más docto de los astrólogos predecía una infinidad de años de temporal. Y ahí me detuve, en la noche más triste del huracán, en el suelo a diez mil metros bajo el agua, sollozando lo que me quedaba de fe.

Guardaba entre mis manos y un retazo de tela el pan que alimentaba a quien iba conmigo, pero se deshizo en humedad.

Si puedo preguntarte, ¿cuánto tiempo más?


El Ciego

Creo que lo dije en algún momento, pero es mi deseo ser aquel ciego momentos antes de que posaras tus dedos con barro sobre sus ojos. Con la  fé en su máximo esplendor, faltándome un sentido, pero encontrando el sentido en Ti. Prescindiendo de verte, pero sabiéndote enfrente, sin esperar el inminente milagro. Tal vez sin saber qué sucede ante el silencio de todos alrededor, extrañados  viendo, y tú haciendo lodo con tus manos de  creador; me pregunto si en aquel momento  recordaste cuando me formaste con tus dedos.


¿Me recordarás esta noche cuando ya te hayas ido a dormir, o tal vez seré un número más en la lista de milagros que realizaste hoy? Creo haber escuchado que oraste por mí cuando más dolor sentías en tu corazón. Y eso que no existo, aún.


Si no debo ver, no me dejes ver. Si debo  permanecer ciego por el resto de mis días, sé tú mi lazarillo y mi guía.

Si nunca se irá este silencio abrumador, donde no sé qué está ocurriendo alrededor mío, pero donde tengo la certeza de que estás de pie frente a mí, déjame así. Y si tus dedos  no se posan nunca en mis ojos inútiles, sabré que es tu deseo, sabré que es tu decisión, porque también sabré que un día, quizá no en esta vida, sí lo harán, para que lo primero que vea sea tu rostro mirándome, feliz por recibirme en tus brazos, allá donde Tú estás.


Olvido

Sucede que me he olvidado de ti, y ojalá no fuera consciente de ello, porque la ignorancia actúa como anestesia, pero lo soy.

Sucede que en mis manos has confiado tesoros tuyos, como si yo fuera capaz en algo, y a raíz de mis absurdas decisiones, desequilibrados pasos e ininteligibles y malformuladas oraciones, he visto dibujarse grietas en ellos.

Repáralas ¿sí? Aún sin que yo vea cómo lo haces, y aún sin que esté cerca. Mientras me enumeras las veces en las que me diste la oportunidad de hacer todo bien, y opté dejarme llevar por mis fantasmas y muertos. Mientras me cuentas el cómo hubiese sido todo si desde antes me dejaba guiar por tus pasos, aún ciego, por tu voz.

Y si abres tu boca, que sea para pronunciar que mis tiempos de gracia se acabaron, que el último ladrillo de la pared se puso en su lugar. Y que ni siquiera los intentos que hice fueron buenos.

Sucede que debí haberlo pensado antes, ¿el qué? El todo, el cada uno, el por completo de mí.

Sucede que me olvidé de ti, y duele, pero quisiera que doliera todavía más, y que me viera obligado a arrastrarme hasta tus pies, sin petición más que me perdones por olvidarme de ti.


No tocar

La sensibilidad a niveles altos es dolorosa, y es como si mi piel ardiera en estos momentos ante el más mínimo acercamiento.

Ni hablar de contacto…

Cancelaría mis compromisos, mis levantarme y acostarme, mi parpadeo en minutos donde nuevamente debo comenzar a planificar una reparación de todo.

¿Cuántos platos debo volver a pagar?

¿Cuantos debes volver a pagar tú?

Me he quedado pequeño a las expectativas de todos, y nunca me levantaré. Estoy tan aturdido y anulado por las alturas a las que no pertenezco, que el vértigo de caminar con la vista hacia abajo me acaba por acobardar y dejar mal frente a todos.

Odio formar parte de mí, y que me hayan estructurado con esta mentalidad, personalidad y presencia de mierda. Tanto que si no fuera porque conozco la verdad mi cráneo ya se hubiese reventado.

Y aún así, con todo, me aferro a los ojos que dicen amarme, que aunque a veces no los siento genuinos, por mis propias inseguridades, me hacen quedarme unos instantes más aquí.

No hay mucho de lo que hablar, ni mucho en lo que pensar, sólo me quiero recuperar un día, y saber qué siente el que, sin miedo alguno, da el paso fuera de su casa un lunes por la madrugada, sabiendo que no volverá.